“Me han dicho que la ballena fin nunca salta, pero yo la he visto saltar. Y la ballena franca austral salta 10 veces”, cuenta Roberto Marín Álvarez, alcalde de mar de la caleta Chañaral de Aceituno, con una convicción que sólo podría tener un hombre que desde los 8 años se ha dedicado al mar. Es nieto de uno de los primeros pobladores de la caleta, a quien acompañaba a extraer las lapas conocidas como mañihue. Es buzo mariscador desde los 16 años. Y hoy, como el representante de la Armada en la caleta, es quien decide si los botes salen o no.
El 21 de diciembre se lanzó aquí la temporada oficial de avistamiento de cetáceos. En la caleta, 36 son los botes autorizados para ir a ver a los gigantes del océano. Resulta increíble imaginar que no hace mucho, los mismos cetáceos que hoy atraen cerca de 12.000 turistas en verano espantaban a los pescadores que se encontraban con ellos durante sus faenas. “Este turismo partió en los años 80, cuando llegaron las universidades a hacer estudios. Ellos nos enseñaron qué eran las ballenas, porque nosotros antes les teníamos miedo. Eran unos pescados muy grandes. El promotor fue don Hernán Díaz, que hoy es líder de Expediciones de Planeta Vivo. Él vino con los estudiantes de la universidad, se bajaban en la isla a hacer los estudios y ellos nos enseñaron a interactuar con las ballenas”, explica Ángel Talandianos Miranda, presidente del sindicato de pescadores.
Desde entonces, la caleta ha evolucionado rápidamente. Los paseos que antes se realizaban sobre botes de madera, sin chalecos ni fiscalización, hoy cuentan con todas las medidas de seguridad, equipados con bengalas, chalecos salvavidas y con un límite de 24 pasajeros impuesto por las autoridades que cada año los fiscalizan para salir a altamar. Los botes son de fibra de vidrio e incluso los motores se modernizaron: en 2015, a través del Fondo de Administración Pesquero, los pescadores recibieron 65 millones para cambiar los motores de las embarcaciones y mejorar la eficiencia, seguridad y autonomía; además de disminuir la contaminación.
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Los servicios para el turista también han mejorado y aumentado. Carlos Aguilar, empresario de la región, recuerda cómo en el 2000 sólo había 6 camas disponibles para turistas, un solo bote de fibra y no llegaban más de 150 turistas a la caleta. Ahora, asegura, hay más de 420 camas disponibles, y al año llegan cerca de 15.000 visitantes. “Han ido mejorando los servicios de alojamiento, de alimentación y los botes. Están más organizados”, asegura el alcalde de la comuna de Freirina, César Orellana. Agrega que uno de los grandes beneficios en comparación a otras zonas turísticas en el área con avistamiento de cetáceos, como Punta de Choros, es la calidez de los habitantes y la gran variedad de cetáceos que se pueden observar: ballenas como la azul, la fin, la jorobada, la minke y la franca pasan por la caleta a alimentarse y descansar; además se pueden ver delfines de risso, calderón negro o nariz de botella, entre otros.
Tras el soplo de la ballena
Juan González es un pescador reconvertido al turismo, quien con el apoyo de su familia formó el emprendimiento Turismos Orca, que organiza paseos de avistamiento de cetáceos en los alrededores de la isla Chañaral, una de las tres islas que componen la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt.
Juan comenta que esta temporada las ballenas llegaron antes, en octubre, y que en estas fechas los avistamientos más comunes eran los de ballena fin. El día anterior habían visto cinco. Con esto en mente, partimos ansiosos el recorrido a las 9.00 am, pues durante la mañana hay mejores oportunidades de avistamientos. “Allá veo dos”, dice a los pocos minutos Jonathan, ayudante de la tripulación. Con ojo ya entrenado, había visto a varios metros el soplo de las ballenas, esa columna de agua que anuncia la presencia de estos gigantes cuando salen a respirar.
A medida que nos acercamos al punto señalado por Jonathan, la adrenalina aumenta. En unos minutos podríamos estar frente al segundo cetáceo más grande del mundo: la ballena fin. Pero después de esperar en silencio un buen tiempo, asumimos que se nos habían escapado.
Eso sí, la desilusión dura poco. Unos minutos más tarde pasa junto al bote una familia de delfines nariz de botella. “Ese es Felipe y el otro Jefe, son los líderes. Esta es una familia de delfines residentes en la zona. Se pueden identificar por la aleta, que es como su huella dactilar”, explica Juan, nuestro guía, mientras miramos el espectáculo que dan cada vez que saltan en el agua.
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